martes, 27 de marzo de 2012

Te invito a dormir la siesta -dijo él

Cuando estudiaba en la universidad siempre tuve dos propósitos:
  • Recibirme con honores (para mis padres y superyo)
  • Tener un affaire con un profesor (para mi, mis hijas y mi ello).
Claramente, rocé los honores y al profesor.
El profesor también rozaba a mis padres: tenía una hija de mi edad, le gustaban los Beatles y los Rolling Stone, tenía canas y los flotadores en descenso.
Por suerte, no era sólo eso, también hacía locuras, y ese era su mayor sex appeal... solía llevar la camisa desabotonada hasta el tercer botón, lo que antes era sexy, ahora ya es grasa.

Con todo una aura transferencial usufructuando la palabra de Lacan, sumado al sentimiento
de histeria en masa, no era difícil que todas cayéramos en sus garras de Dr. Hyde.
La primera vez, con sutilidad, fuimos a tomar una cerveza por palermo.
La segunda vez, con amabilidad, se abrazó de mi audacia adolescente y no dejó pasar la oportunidad.
Ingenuamente pensé que iba a poder sacarle robarle unas yardas a su alma gatuna, y evidentemente me equivoqué.
Terminé entonces acostada en su diván y no justamente para hablar sobre mi oscuridad.
Fue algo obseno. Pero inevitable.
Continuamos y la ultima vez que lo visité
tomamos café y dormimos la siesta.

Hoy puedo decir que fue vertiginosamente
el nacimiento, la niñez, la adolescencia, la adultez
y el desenlace de una relación sin historia,
de una historia en los tiempos que corren,
del estilo de vínculo que se estropea cuando
el aburrimiento en la vejez,
llama a la puerta del purgatorio.

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